Las vías pintadas


Me quedé sordo desde que era pequeño.
Mis padres me contaron que un día fuimos a visitar a mi abuela. Era la primera vez que utilizábamos el metro. Desde ese momento, cuando puse un pie en el vagón, no volví a escuchar.
Nunca supe lo que sucedió en realidad, pues yo era un crío y mis padres jamás entraron en detalles de lo ocurrido, pero siempre pensé que el ruido subterráneo de la ciudad fue el causante de que los delicados oídos de un bebé dejaran de escuchar para siempre.
Lo sé, eso es algo no del todo posible,  pero lo que sí es verdad es que no volví a pisar una estación del metro hasta mucho tiempo después de dejar de vivir en la casa familiar.
Un día, 25 años más tarde, me encontraba pisando el metro una vez más, sin miedo alguno hacia lo acontecido muchos años antes. Ya lo había hecho algunas veces, antes de tener mi propio automóvil, pero gracias a estas nuevas leyes del doble “hoy no circula” tuve que volver a enfrentarme a todo ese mar de gente que lo utiliza diariamente.
En un principio todo aconteció de manera natural, como si yo usara el metro todo el tiempo y siguiera una rutina. Por suerte, el vagón  que llegaba a la estación aún tenía lugares para todas esas personas que subían a ese viejo tren, incluyéndome. Tomé un asiento junto a la ventana y me dispuse a ver el paisaje y las vías a través de ella.
Todo parecía transcurrir de manera tranquila. La gente subía y bajaba en cada estación sin prestarle atención a esa masa de la que se rodeaban, a los chismes de vecindad, a las conversaciones por teléfono y empujones. Simplemente se disponían a seguir esas normas de convivencia que todos conocen pero de las cuales nadie habla. Todo iba bien, hasta que de repente algo cambió.
O por lo menos, lo hizo para mí.
En una de esas paradas de estación, en donde mucha gente baja y el vagón queda lo suficientemente vacío para que las personas puedan moverse de un extremo a otro, se subió un sujeto con una caja enorme en la espalda. Al principio no le tomé importancia, puesto que supuse era una mochila demasiado cargada, hasta el punto de hacerla ver enorme.
Sin embargo, cuando el vagón comenzó su marcha ocurrió algo a lo que a mi parecer era el infierno en la tierra. Así sin más, de la caja de Pandora empezó a reproducirse un ruido asfixiante y martirizante. Un sonido que nunca creí existente. Un eco que permaneció en mi mente y provocó que me retorciera en mi lugar por más de la mitad del trayecto de una estación a otra.
De repente, sentí que me volvía otra persona. La ira comenzó a inundar mi cuerpo. Llegaban a mí recuerdos de las veces que había utilizado el transporte colectivo y sujetos, con mochilas enormes, se encontraban ahí. Como él.
Sin más, una idea apareció en mi cabeza y, a pesar de que intenté alejarla, el sonido infernal me regresaba a ella…quería deshacerme de esa caja. Quería deshacerme de él.
Abandoné mi asiento y me dirigí hacia aquél hombre que provocaba mi martirio y, sin importar todo aquel malestar, los impulsos eléctricos que me rodeaban y el dolor de cuerpo que experimentaba, me quedé atrás de él hasta que se abrieron las puertas en la estación Olímpica.
Fuimos los primeros en pisar el andén por el empellón que le di. Ambos caímos al suelo. El señor de la caja enorme no entendía qué estaba sucediendo y de manera rápida intentó levantarse del piso sosteniendo su cuerpo con ambas manos.
No lo dejé.
Entonces me coloqué encima de él y comencé a golpearlo. Uno tras otro los puñetazos se dirigían a toda parte visible de su cuerpo. El señor de la mochila enorme intentaba detener cada embate al tiempo que trataba de hablarme, sin saber que yo sólo podía escuchar ese ruido causante de mi ira.
Mi sentimiento de enojo superó mi raciocinio.
Continúe golpeándolo el tiempo suficiente para que a nuestro alrededor se hiciera un semicírculo y a lo lejos se pudiera apreciar la llegada de un nuevo tren a la estación.
Y así, de aquella furia interna pude extraer la fuerza más espeluznante que jamás había sentido dentro de mí: levanté en el aire al sujeto y justo cuando el metro entró a la estación, a centímetros de la posición donde me encontraba, lo aventé hacia las vías del tren.
Sólo puedo recordar que el sonido, exhalado por la enorme caja, desgarrador que sacó mi furia reprimida  terminó justo cuando el señor fue aplastado por las llantas del metro y aquella caja quedó destruida.
Mi satisfacción fue tan grande al ver la sangre esparcida por todos lados, que me encantó ver cómo las vías se pintaron de rojo oscuro. Rojo sangre. Sangre de aquella persona que no conocía, pero que desató en mí un desprecio tal que me llevó a matarlo.
Lo odiaba.
Vi mi cara de psicópata reflejada en la sangre derramada.
Vi mi vida transcurrir como un sueño lento que se repite en mi cabeza una y otra vez.
Pero no era un sueño, era real. Soy una persona con sed de venganza. Un individuo hastiado de la rutina y sordo.
¿Por qué?
Es ahora, en la cárcel, después del maravilloso día en el que fui feliz, donde comprendo que aquél señor fue la representación de la causa de mi sordera y del mayor odio y desprecio que jamás sentí en toda mi vida.
No me arrepiento de ningún acto que realicé ese día.
No me arrepiento de mi sed de venganza.  

No me arrepiento del momento en el que las vías se pintaron de rojo y mi sordera dejó de parecerme relevante. 

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