Violencia Consensuada


México es un país surrealista. Una región del continente americano, vecina directa de Estados Unidos y Guatemala. Cualquier cosa puede pasar aquí: políticos corruptos, futbolistas, actrices y payasos como servidores públicos, las vías terrestres se convierten en mares en épocas de lluvias, todo tipo de situaciones son posibles en nuestro bello paraíso tricolor. Todo. Hasta consensuar la violencia.
Dentro de un surrealismo inexistente y que supera las expectativa de Dalí existe un gusano naranja que consta de nueve, o menos, cajas de color naranja. Este animal de acero comunica a toda la capital del país, y parte del Estado de México con doce líneas creadas para una mayor eficacia y eficiencia de transportar a más de cinco millones personas cada día. Gente estresada que busca un lugar donde desquitarse. Un sitio para ser violento.
Gritos, groserías, empujones, golpes, rasguños, entre otros actos son lo que se vive en el Metro. Cualquier persona en otro contexto denunciaría dichos acontecimientos, pero no ahí. Una sede peor que el coliseo romano cuando el emperador estaba enfadado con la vida. Cualquier contacto rudo está permitido entre los muros de acero, tubos y asientos ocupados por las personas equivocadas porque no se necesita, aunque existe una filosofía que lo permite: “si no tiene letrero de reservado, no lo es”. Piénsenlo.
El estrés y el desestrés conviven. Ying y yang están presentes entre la gente. Hombres y mujeres aumentan su energía para poder acertar los mejores golpes y conseguir un asiento o el mejor lugar para ir parado, pues la muerte por aplastamiento no es algo planeado para un día cualquiera, menos en el lugar donde la violencia está permitida por un contrato social mejor planeado que el presentado por Rousseau.
No importa cuántas veces las mamás, sin estar presentes, lleguen al metro por recuerdo de otro usuario. Las leyes de la física se cumplen o se rompen. No importa si dos cuerpos no caben en un mismo espacio, en el gusano naranja lo harán, pero sí es muy probable que una acción conlleve a una reacción. El metro no te lleva a un lugar mágico, ya es magia pura estar ahí dentro.
Tan grande es el hechizo y la ilusión, que puede rejuvenecer gente. ¡De verdad! Las viejitas no son tan débiles como aparentan, se transforman en ágiles personas con la fuerza suficiente para apartar al sujeto más grande postrado frente a la puerta; las mujeres pueden ser más fuertes que Marta Villalobos, los niños se hacen más pequeños y flexibles que nunca. Todo eso por cinco pesos (tres pesos o gratis si tienes tarjetas especiales).
Ya no importa edad, sexo, religión, posición económica, tamaño, complexión, o cualquier característica que nos catalogue como alguien ante los ojos de otro alguien. Ecatepec y Polanco conviven en un lugar encerrado. Aquí rige la ley del más fuerte, del más rudo, de quien sepa las “mañas” de entrar, de quien “aguante vara” y se rija por las leyes implícitas del Sistema de Transporte Colectivo Metro.
Cualquiera que vaya a denunciar un golpe o un grito será reconocido por la mayoría como soplón. Si se entra al gusano hay respetar, y por respetar me refiero a dar y recibir violencia sin enojarse. Quien se lleva se aguanta. No importa que al final existan heridas psicológicas o físicas en cualquier otro, lo importante es salir en la estación deseada o entrar en el vagón para poder llegar temprano.
Vivir esa lucha encarnizada por entrar al metro es una experiencia inolvidable, sangrienta y cruel. Se puede dar cuenta cómo es la gente en realidad y también cómo sí se puede llegar a una convivencia y organización. La violencia es lo menos deseado en el mundo, pero es factible cuando existe un consenso entre todas las partes participantes, porque una guerra se convierte en un transporte público.


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