El hilo rojo
No
tenía mucho tiempo en su nueva casa. Llegó a un vecindario muy alejado de la
ciudad, algo que nunca había hecho, alejarse. Compró la casa más grande de
todas y la convirtió en un santuario blanco, como si de mármol se tratase.
Pareciera que tenía un trauma con la limpieza, como si quisiera borrar todo.
Sólo se asentó él. Sin familia o acompañante. Una lugar tan grande para una
persona es raro de ver hoy en día, como si lo utilizara para guardar muchas
cosas. Tal vez no venía tan solo.
Pasar
desapercibido era su objetivo. Nadie ahí lo conocía. Nunca salía. Por suerte la
tecnología ayudó a que sus compras llegaran por paquetería a un lugar tan
recóndito. Los repartidores entraban con una cara seria y salían asombrados,
con sus ojos más abiertos que nunca, como si jamás los fueran a cerrar de nuevo
por el impacto de entrar a “La Casa Blanca”, como le llamaban.
Cualquier
persona que no fuera a entregar comida al lugar no era recibida. Sin importar
el tiempo que pasaran tocando, el hombre no salía, simplemente esperaba la huida
para limpiar la puerta entera con guantes de látex, tapabocas blanco, lentes
oscuros y gorra, así nadie lo reconocería. Gracias a esos actos extraños, ya
nadie asistía a su encuentro, esa casa no existía para nadie, simplemente era
un mito entre los vecinos.
Un
día cualquiera, sin avisar, la puerta se abrió. El hombre, con su vestimenta de
incógnito que sólo pocos habían visto, salió. Sin sorprender a nadie, veía el
suelo, como siguiendo un rastro. Un pequeño hilo rojo había aparecido frente a
su casa. Él lo seguía. Ese sujeto estaba atrapado con el brillo carmesí. Tal
vez la leyenda del hilo rojo, aquella que cuenta sobre la unión de dos almas
gemelas por un hilo rojo, sea verdad. Él encontraría su destino. El impacto de
verlo fuera de su guarida blanca fue tan grande, que nadie notó lo dejado
atrás: su puerta abierta y el camino rojo hasta su cama. Ningún ser se atrevió
a entrar. Dejaron todo como si nada y continuaron su rutina.
La
puerta siguió abierta por mucho tiempo. La pintura comenzaba a volverse
amarilla, se astillaba la madera por el poco cuidado dado y un olor pestilente
salía de la casa. Sin embargo, nadie se acercaba a cerrar la puerta. Al pasar
de los años, el mito se acrecentó, al grado de hacer turística la casa, lo más
novedoso del vecindario alejado de todo.
Un
día, sin avisar, un hombre barbudo, extremadamente delgado y con arrugas que
daban la sensación de una larga vida transcurrida, atravesó el umbral de “La
Casa Blanca”. Una mujer se acercó para decirle que no podía entrar, ya estaba
cerrado, pero una cara vacía, como si viera la nada a través de los ojos grises
del hombre barbudo, la asustó tanto que se alejó llorando. La puerta cerró con
un golpe estrepitoso.
Los
vecinos se aglomeraron alrededor de “La Casa Blanca” al ver este acto. Muy
dentro de todos, sabían que él era el dueño, ese hombre tan intrigante que
jamás salía volvió para quedarse y no salir jamás.
Todas
las personas pensaron que era una alucinación el ver cómo los residuos de la
casa comenzaban a tornarse negros. Humo espeso, de un tono gris oscuro, la
rodeó y se esparcía por todo el vecindario. Un calor infernal imperaba en la
gente, pues las llamas emanaban de todos lados. La presión fue tan grande que
las ventas estallaron en mil pedazos. El espectáculo de luz y calor fue
impresionante.
Sólo
quedaron ruinas de la bella mansión. Para sorpresa de propios y extraños, una
silueta apareció de la nada. Dio unos cuantos pasos hacia fuera de las cenizas
y el humo, para luego dar paso a una serie de balbuceos: “Nunca se podrá huir
del destino. Ninguna casa, por más grande y limpia que sea, guardará y borrará
el pasado”. Un golpe seco se escuchó cuando el hombre cayó.
Jamás
supieron su nombre, edad, o por qué había dicho esas palabras, simplemente
observaron un hilo rojo, de sangre, muy parecido al que siguió ese día hace mucho
tiempo, que salió de su oído derecho, el cual avanzaba solo, sin ayuda del
viento o alguna fuerza externa, a través de la gente, esquivando a todos para
seguir su camino hacia afuera del vecindario, a llevar el destino hacia otra
parte.
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