Gracias, sol
Hace
frío en la mañana y en la noche. En las tardes está soleado, lloviendo o una
mezcla de ambas, a la vez que las calles se convierten en Venecia (¿o
Xochimilco?). Todo el día hay vientos fuertes, tanto así que a veces se caen los
árboles, espectaculares, postes u otros objetos estáticos que las personas
olvidaron, pero con ayuda del viento, se dieron a conocer de nuevo.
¡Qué
bello es el sol! Siempre alegre allá arriba, emanando luz y calor hacia
nosotros; el clima perfecto para salir y, en muchos casos, ser felices, pero no
siempre es así. Hace casi 10 años, en una fecha que no quiero recordar, viví
una tragedia, que en ese momento de verdad no comprendía, porque la ingenuidad
de la infancia es un bello tesoro.
Comenzaba
el día como todos los demás, levantándome de mi cama, justo al lado de la ventana,
recibiendo los rayos de sol directo en mi cara en la habitación más alejada de
la puerta principal, como si estar relegado a la lejanía funcionara, de alguna
forma, para evitar los acontecimientos próximos. Era el clima perfecto, tal
como siempre vemos a los personajes de las películas levantarse entre sus
sábanas blancas, sonreír y con una mirada esperanzada a un excelente día.
No
estoy muy seguro qué día fue exactamente, ni por qué no tuve clases en la
escuela primaria, la cual estaba a dos minutos de casa; sólo recuerdo aquellos
gemidos, exhalaciones y gritos de dolor que, desde hacía casi cuatro meses, no
paraba de escuchar. Esa mañana todo estaba en silencio y muy tranquilo, algo
raro en casa desde hacía tiempo.
Siempre
me sucede que cuando me levanto, me quedo sentado en la orilla de mi cama unos
momentos, contemplando la inmensidad de mi mente o, simplemente, con la idea de
dormir más. Mis padres no estaban en la cama de junto, así que decidí ir en busca
de ellos. Pasé por el cuarto de al lado, el de mis hermanos, pero tampoco
estaban. Creo que en ese momento la caminata hacia el pasillo fue eterna, como
si cada paso durara una hora. Pesado, lento, con ganas de nunca haber pisado
tierra.
Estando
en la puerta que me deja en el pasillo que conecta hacia todo el hogar, me
percaté de la presencia de más gente de la habitual en la casa. Me quedé parado
ahí, al inicio del pasillo, perplejo por tantas personas viendo hacia la
habitación, con cara larga, con lágrimas en los ojos; algunos estaban
platicando, tomando café o realizando cualquier otra acción, pero nadie se
había percatado que un niño de 8 años estaba ahí parado.
Al
rescate de mi ensimismamiento, llegó mi hermano. Él, de tez morena, cabello
rizado a los hombros, tan delgado que podía esconderse detrás de un poste de
luz y con una voz juvenil de tono agudo me dijo: “Debemos ir al deportivo, hoy
es día de futbol”. No era día de deportes. Nunca hubo día de futbol.
Deportivo.
Recordé un sueño que tuve con mi abuela, ella me decía: “cuando me levante de
aquí, iremos a jugar al deportivo, al Alfredo del Mazo”. Mi hermano me quería
jalar hacia la puerta para irnos lo más pronto posible de aquella escena, lo
inevitable fue girar mi cabeza al lado izquierdo, el mismo sitio donde el agua
derramada de los ojos de todos se acumulaba.
La
puerta estaba abierta y mi madre, tan regordeta como siempre, estaba a su lado,
hincada en el piso, llorándole, destrozada; mi padre, más alto del 1.80, atrás
de ella, dando golpes débiles en la espalda, de consolación; mi abuelo del
otro lado, simplemente observando a la que una vez fue el amor de su vida; y
ahí estaba ella, la más querida, la más fuerte de cuerpo y mente, la dueña de
la casa.
El
clima era perfecto para seguir ahí. Lo comprendí todo. El sol supo que ese era
el día. Supo perfectamente que guiaría su camino, que sus rayos calmados, como
el brillo espectacular que caracterizaba su cuarto cada mañana, serían el
pasillo por el cual ella llegaría al descanso. Parecía un sueño tan placentero,
tan cómoda en su cama con sábanas blancas, como los artistas sonrientes.
Gracias, sol, ya lo sabías.
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