(Yo) escritor enamorado
Blanco.
El color que representa la nada, mi nada, es todo lo que veo. No puedo plasmar.
Mis ideas me vuelven loco, pero no se escriben. Redactar es el objetivo, aunque
nada pensado está ahí. El blanco domina mis ojos. Pareciera un imperio del
vacío, el cual me mantiene en un yugo perpetuo. Pienso, pero no escribo —mucho
menos existo. Mantengo la calma ante la presión diaria de no ver negro sobre el
blanco. Escribiré pronto. Ingenuidad conmovedora.
El
cursor palpita. Son guiños burlones, claro.
Su risa me taladra los ojos —y el corazón. Pienso en toda mi vida, sin
embargo no hay nada. Parece que no he vivido. Tengo 20 años, aún soy joven,
creo. Sigo sentado viendo blanco. Me levanto. Camino. Le doy vueltas a mi
cabeza. Regreso. El blanco sigue ahí. La angustia crece. El miedo va en
aumento. No puedo teclear. Continúo pensando.
Una
idea se asoma. Riendo se mantiene el cursor. Ya estoy acostumbrado a la burla.
El blanco pronto se teñirá. Escribo. Escribo. No es lo que busco. Borro. Carcajeo
de nervios. Me levanto (de nuevo). La idea se mantiene ahí, en la esquina de mi
cerebro. Cierro los ojos. La persigo. Se esconde. Escucho su burla. Viro hacia
la derecha, la veo y la atrapo. La encadeno a mi cerebro. La transporto a mis
dedos y tecleo. El blanco se matiza de negro. El cursor ya no se mofa, ahora
sufre por los golpes de las letras. El teclado suena por el golpeteo de mis
dedos. Plasmo esa idea escurridiza y la felicidad aflora.
“Se
escribe mejor cuando se está enamorado”, dijo Hemingway. No estoy enamorado.
Posiblemente escriba mal —como siempre. Haré el intento, como siempre.
Tecleo. El negro comienza a dominar al blanco. Borro. El reino blanco amenaza
al negro. Mis dedos parecen veloces gusanos buscando escondite. Por fin se
plasma algo. Comienza a tomar forma.
Una
historia voy hilvanando. Nacimientos y muertes. Sucesos extraordinarios. La
magia de la cotidianidad aparece en la hoja. Invento, creo. Los hechos que he
vivido (¿he vivido?) son por los que me decanto. Un párrafo se hace presente.
Relectura. Dudas y corrección. Repienso. Dudo y vuelvo a escribir. La
inspiración vuelve. La soledad, mi mejor amiga, me ayuda. Sigo sentado, frente
al monitor, escribiendo.
Gabriel.
El nombre de quien protagonizará la obra. Elaboro, en mi mente, toda la
historia. Muy larga. Soy malo —como en todo texto—
para las historias largas. Muy probablemente terminará en cuento. Un cuento.
Tal vez micro cuento. Mi imaginación e ideas no dan para más. Recuerdo a otro
Gabriel. García Márquez me inspira. Yo no tuve Aracataca. Tampoco mujeres
mágicas. Sin embargo, algo puedo rescatar de mí. De mi vida. De los libros. Sus
libros.
Para
los apellidos soy malo. Agradezco no haber elegido el mío. Por eso simplemente
Gabriel. La historia de ese hombre en mi vida. ¿Un alter ego? Posiblemente.
¿Yo? Definitivamente no. Gabriel sí vivirá. “La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, dijo el otro
Gabriel. Gabo. Una vida fantástica se la daré a mi Gabriel. Porque yo ya no
puedo hacerla. Tengo 20 años. Aún soy joven, creo, pero me la paso soñando.
Sueños que no se hacen realidad. Tal vez nunca lo harán. No soy egoísta, por
eso Gabriel sí sonreirá.
Esa
vida ya se está creando en la hoja. Por fin el negro domina. Las teclas se
cansan de tanto golpe. Se incendian. Gabriel aparece en todos lados. Su vida es
fantástica. La escritura fluye. Tecleo. Tecleo. Escribo. Escribo. Borro.
¿Problemas? No. Relectura y corrección. Nada grave, la idea sigue ahí, y
Gabriel también. Párrafo tras párrafo se crea una inmensa realidad. El mundo
mágico hace su aparición en la hoja. Esa idea que se reía de mí ahora me
acompaña. Nos fusionamos para crear. Inventar. Tal vez el amor no sea hacia una
persona. El amor es hacia la escritura. Ahora sí estoy enamorado.
No
pretendo ser Dios, sin embargo el proceso de creación me hace serlo. Coloqué a
una persona en la tierra. Mi tierra. Gabriel salió de mi mente para plantarse
en la realidad. Mis dedos realizaron su historia. Soy similar a un Dios, pero
permanezco sin vida en una silla frente al monitor.
El
teclado quedó lacerado. La sangre brota de mis dedos. El brillo de mis ojos es
intenso gracias al fin de la obra. Gabriel es más real que nunca. Me parece
sentir su presencia a mi izquierda. Su mano toca mi hombro y siento su calma.
Es feliz igual que yo. Lo miro. Me mira. Sonreímos. Observamos juntos el
trabajo realizado.
Ya
no hay blanco. Su existencia fue relativamente efímera, no obstante me hizo
padecer y casi caer. Ahora hay negro en toda la pantalla. El cursor titila pero
de sufrimiento. Lo agoté con las palabras. Logré plasmar mis pensamientos en
una hoja. La estructura es buena. Ortografía en óptimas condiciones de
presentación. Inmejorables escenarios para la presencia de Gabriel. Ahora sólo
queda disfrutar el texto.
Valió
la pena la sangre, el sudor y las burlas. Por fin pude escribir. Soy escritor —aunque
sea de mi torpe vida— sin sentido. Tal vez frustrado. Posiblemente
malo. Muy malo. A fin de cuentas escritor, creador e inventor a la vez. Las
letras estuvieron para mí y yo para ellas. Un amor recíproco. Terminé de
entender a Hemingway, maestro de Gabo. “Aceptamos el amor que creemos merecer”,
escuché en una película. Te acepté en mi vida y no me arrepiento, escritura.
Soy un escritor enamorado. Vivo para las letras y ellas viven para mí.
Comentarios
Publicar un comentario