Un día cualquiera
Aquel
día, tan soleado y con un cielo totalmente despejado, fue el más triste de su
vida.
Salió
de compras con su madre. Adquirieron un regalo para su padre que llegaría a
casa del trabajo, no era ninguna fecha especial, simplemente quería ver una
sonrisa en el rostro de aquel señor que lleva toda su vida cuidándolo.
El
trayecto de vuelta fue muy tranquilo, más de lo normal; tal vez era una señal
de lo que ocurriría.
El
pequeño bajó velozmente del auto, llegó a la puerta, y con una felicidad
incontrolable que le hacía tener una sonrisa gigantesca y realizar pequeños
brincos, esperó a su madre en la entrada, pues ella tenía las llaves de la casa.
Parecía
que el tiempo comenzaba a ir muy lento, más lento cada vez. La mujer insertó la
llave en la abertura. La giró hacia la izquierda para que el seguro que
mantenía sellada la puerta se moviera y los dejara entrar a su hogar. La puerta
abrió de par en par por el empellón dado por aquel niño feliz que tendría la
satisfacción de darle un regalo a su padre. Cuando ambos alzaron la cara al
estar dentro, en la sala comedor, lo imposible estaba ante sus ojos.
El
sentimiento de tristeza invadió los corazones de aquella pequeña familia. El
manto de la muerte había cubierto sus ojos, sus cuerpos. La imagen que
observaron fue terrorífica. Estaba un cuerpo colgado, sostenido por una cuerda
gruesa de color beige con tintes rojizos por la sangre que caía del cuello del
padre que estaba en un ángulo de 90 grados, como si no tuviera huesos que lo
mantuviera erguido.
La
madre y el pequeño quedaron impávidos en ese instante. Un movimiento rápido de
los ojos curiosos y cristalinos del niño para observar la escena más
atentamente le hizo notar la presencia de un papel amarillento, con la tinta
corrida, como si una gota de agua la hubiera caído mientras era escrita. El
infante fue a recogerla como si nada más importara, como si el cuerpo colgando
y su madre a punto de estallar en llanto no existieran. Para él se detuvo el
mundo. El regalo quedó tirado en la puerta de su hogar, sólo existía ese pequeño post-it amarillo.
El
niño fue a su encuentro. Lo levantó con un movimiento lento, simplemente
estirando su brazo derecho, sin doblar sus rodillas negras por tanto jugar en
la tierra, a pesar de que su padre se lo impedía. El texto era legible y la
tinta aún estaba fresca; parecía escrito segundos antes de su arribo a la casa.
No fue difícil descifrar lo escrito para el pequeño de 5 años, a quien le
costaba un poco la lectura. Sólo era una palabra, cinco letras: Adiós.
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